Le
suplicamos que una vez haya leído este testimonio, lo pase a otra persona.
Es nuestro deseo y oración ferviente, que toda persona que lea este
testimonio sienta el deseo de alabar a Dios Todopoderoso, quien con Su poder
milagroso y creativo sanó a Betty Baxter.
Si
usted no tiene un hogar en el cielo, rogamos al Padre celestial que al final de
la lectura de este testimonio, usted también sienta el deseo de conocer
personalmente a este mismo Dios que Betty Baxter conoce.
Él está listo para salvarle y prepararle a usted una morada en el cielo.
¡Jesús le ama!
PRÓLOGO
Han sido muchos los testimonios dinámicos de salvación, sanidad divina, milagros creativos, y liberación satánica que he tenido la dicha de presenciar a lo largo de mi vida. No obstante, con todo lo maravilloso, poderoso, y asombroso que han sido, ninguno me ha tocado tanto como la historia de Betty Baxter.
He aquí una historia
de fe absoluta. Es un testimonio de fe ilimitada. Es la historia que mejor
ejemplifica esta inmutable verdad bíblica: “Es pues la fe, la sustancia de las
cosas que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven.” “…sin
fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que a Dios se allega,
crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.”
A
través de su relato, Betty Baxter nos conduce a la cuna de su nacimiento. Allí,
ella nos introduce a una niñita paralítica sin ninguna esperanza médica. En su
narración, Betty nos envuelve totalmente en su vida; tanto así, que el lector
deja de vivir en el presente, y es trasladado al pasado donde entonces visita
cada lugar donde Betty estuvo.
Junto a Betty Baxter, usted sentirá la angustia, el dolor, y la desesperación que ella sufrió. Usted compartirá con ella sus momentos de confusión, pero también será partícipe de sus momentos de victoria. Usted compartirá el dolor de aquel padre que vivía con su corazón destrozado, sabiendo que no había nada más que humanamente pudiera hacer por su hija. Usted quedará estupefacto ante la inquebrantable fe de una madre quien se atrevió a confiar asbolutamente en la pura verdad de la Palabra de Dios.
Desde
el principio del relato, hasta el final del mismo, indiscutiblemente el lector
sentirá en cada palabra una poderosa unción divina. Al final de esta narración,
no habrá manera de negar que Dios ha hablado con usted también personalmente.
Durante la narrativa de este maravilloso testimonio, usted quedará
voluntariamente cautivo como un testigo creíble de este viaje de fe.
Prepárese para emprender el viaje. Usted no quedará satisfecho hasta que regrese al presente y pueda compartir este maravilloso testimonio con sus familiares y amistades.
Este será un viaje distinto. Este será un viaje glorioso. Este será un viaje divino. Este es un viaje que le conllevará, junto a Betty Baxter, a quedar cara a cara ante la presencia de Jesús.
jmm
La Historia Verídica
de Betty Baxter
(Transcripción de un
mensaje en vivo)
Yo nací con la
espina dorsal jorobada. Cada una de las vértebras estaba fuera de sitio, y los
huesos estaban fundidos unos con otros. Ustedes comprenderán que muchos nervios
se canalizan a lo largo de la columna vertebral. Las radiografías claramente
mostraban los huesos enmarañados, fundidos a los demás, y por tal razón mi
sistema nervioso estaba completamente arruinado.
Un día, mientras me
encontraba en cama en el Hospital University en Minneapolis, Minnesota, Estados
Unidos, todo mi cuerpo comenzó a temblar descontroladamente. Al principio el
temblor fue leve, pero entonces comencé a estremecerme de pie a cabeza tan
violentamente que me caí de la cama. El doctor corrió hacia mi lado, me levantó
del piso, me situó de nuevo en la cama y dijo, “Esto es lo que yo temía y
esperaba. Ella tiene la enfermedad conocida como La Danza de Santo Vito, y no
hay nada que se pueda hacer por ella. Lo único que se puede hacer ahora es
devolverla a su casa.”
Tomaron unas correas muy gruesas y me ataron a la cama. Eso no me quitó el temblor, pero evitaba que me cayera al piso. Me tenían amarrada día y noche, excepto por unos breves momentos cuando la enfermera venía a bañarme. Cuando me removían aquellas correas, parte de mi cuerpo se notaba empollado y en la carne viva.
Yo comprendo muy bien lo que es sufrir. Yo vivía en un estado de dolor continuo. Los doctores tenían que mantenerme narcotizada para que pudiera soportar el dolor.
Yo nací también con
mi corazón ensanchado. No era un corazón normal; y con los efectos de aquellas
drogas se puso peor. Llegó el momento en que yo sufría un ataque cardíaco casi
semanalmente. Le dijeron a mis padres que si querían mantenerme viva, que no
permitieran que yo me excitara por nada. Recuerdo que cuando mi abuelita venía
a visitarme, la emoción era tanta, que me daba un ataque cardíaco. Mi cuerpo se
aclimató tanto a las drogas para el dolor, que ya no me hacían efecto. Recuerdo
que me mordía mis propios labios para no gritar de dolor. Cuando el efecto de
los narcóticos menguaba, yo suplicaba a gritos que me injectaran más. Solamente
después que me inyectaban dos o tres veces más, era que podía sentir alivio para
aquel dolor tan horrible.
Recuerdo bien el día cuando el doctor me suspendió las drogas. Le dijo a mi madre, “Señora Baxter, las drogas ya no le ayudan. Las drogas ya no le hacen efecto.”
El doctor ordenó que
removieran todo el equipo especial que yo tenía en mi cama. Él me dijo, “Betty,
lo siento mucho, pero no puedo continuar inyectando tu cuerpo con morfina. ¡No
puedo hacer más por ti!”
Para aquel entonces
yo tenía nueve años de edad. ¡Cuántas noches tan horribles pasé con aquel
insoportable dolor! A veces trataba de voltearme en la cama para ver si lograba
cambiar de posición, pero en el proceso me desmayaba. Y así, muchas veces,
quedaba inconsciente por horas.
Me crié en un hogar
Cristiano. Mis padres no eran carismáticos como lo soy yo hoy día. Ellos eran
Nazarenos, pero amaban a Jesús. Desde mi niñez, mi mamá me enseñó la historia
de Jesús. Mi mamá siempre creyó la Biblia, y siempre me dijo que “Jesús es el
mismo Salvador hoy que lo fue cuando caminó sobre las arenosas costas de Galilea;
Él sana también en el día de hoy si la gente tiene fe y cree en Él.”
Antes de continuar con mi relato, quiero que sepan que el milagro más grandioso
en mi vida no fue cuando Jesús sanó mi cuerpo paralítico, torcido y encorvado.
El milagro más grandioso fue cuando Él salvó mi alma
del pecado. Ahora
podía ir al cielo con Él, aunque aquí en la tierra viviera en un cuerpo lisiado
y deforme. De no haber sido lavada por la sangre de Jesús, jamás llegaría a
morar con Él.
Mi conversión ocurrió a la edad de nueve años, después de haber escuchado a nuestro pastor Nazareno, el Hermano Davis, relatar ‘La Historia Más Grandiosa del Mundo.’ Esa historia puede que sea, para muchos de ustedes en el día de hoy, una historia nueva. Esta historia puede cambiar tu vida. Es la poderosa historia de Jesús.
Comenzando con el
nacimiento en un establo, el Hermano Davis nos relató aquella bella historia que
finalmente culminó en la cruz y en la resurrección. Nos relató cuando Jesús
usaba sus preciosas manos y abría los ojos de los ciegos para que pudieran ver.
Nos dijo cómo Él tocaba los oídos de los sordos y los abría. Nos relató cómo Él
limpiaba y sanaba a los leprosos. Nos dijo cómo Él le dió de comer a una
multitud con sólo el almuerzo de un niñito. Nos dijo cómo Jesús caminaba sobre
la caliente y abrasadora arena de Galilea, predicando el Evangelio a la gente.
Nos relató cómo anduvo sobre la mar, y no se hundía.
El pastor continuó
diciendo que a pesar de todo el bien que Jesús había hecho, la gente lo tomó y
le trasparon sus manos preciosas con clavos. Nos dijo cómo le habían infligido
una herida en su costado con una lanza, y cómo la sangre había brotado y se
corría sobre todas las extremidades de su cuerpo. Nos dijo cómo aquella sangre
bendita se derramó por la tierra. Él nos dijo también, “que aquella sangre
tiene poder hoy día para salvar del pecado y para sanar nuestros cuerpos
afligidos.”
Aquella fue la
historia más hermosa que jamás yo hubiera escuchado. Entonces, con su hermosa
voz de tenor, el Hermano Davis comenzó a cantar este himno:
Con tierna voz
Jesús te está llamando.
Te llama a ti y
a mí.
Y en los
portales vigila y espera;
Te espera a ti,
y a mí.
“Venid,
venid,
Si
estáis cansados, venid.”
Él
tiernamente te sigue llamando,
“¡Oh,
pecador, ven a mí!”
Las lágrimas
comenzaron a rodar sobre mis mejillas. Quedé postrada de rodillas, allí mismo,
suplicándole a Jesús que me salvara. Mientras estaba arodillada, vi una visión
de mi propio corazón. Era un corazón muy negro. Comprendí que yo no podía
entrar al cielo con un corazón tan lleno de pecado. Vi otra visión de una
rústica cruz sobre un monte lejano. Y sobre aquella cruz vi estas palabras muy
brillantes: “ÉL MURIÓ POR TI.”
Yo dije, “Jesús,
ahora que comprendo lo que tú has hecho por mí, yo quiero que tú me salves de
mis pecados.” Vi entonces delante de mí una gran puerta en forma de corazón.
Jesús caminó hacia la puerta, se detuvo, y esperaba pacientemente. La puerta no
tenía perilla de abrir, y no tenía cerradura en la parte de afuera. (Lo que eso
indica es que cada persona debe abrir la puerta de su propio corazón a Jesús
voluntariamente.)
Jesús tocó a la puerta una sóla vez y se quedó esperando. Tocó por segunda vez. La tercera vez que tocó, mi puerta se abrió; Jesús entonces entró, y allí entendí que Él me había salvado. Sentí cuando el tremendo peso de mis pecados fue desvanecido. Desde aquel momento Jesús vive en mi corazón. Todavía vive en mí; de no ser así, yo sería la primera en saberlo.
Le dije al Pastor
Davis que yo deseaba ser una evangelista. Entonces el reposó su mano suavemente
sobre mi cabeza y pronunció una bendición. Más tarde él le dijo a mis padres,
“Nunca permitan que esta niña se aparte del llamado que Dios le ha hecho. Nunca
he visto a una chica de su edad tener el tipo de experiencia que ella ha tenido
con el Señor.”
Sin embargo, la mano
de la aflicción comenzó a acortar mi vida. Lo único que me sostenía eran las
oraciones de mi madre. Mi papá no poseía el mismo grado de fe que tenía mi mamá
tocante a que Jesús me podía sanar. Pero papá siempre fue un buen padre, y él
nunca se interpuso a que mi madre ejercitara su tremenda fe en oración por mi
sanidad.
Mi madre amaba a Jesús con plena devoción. Creo que ella conocía a Jesús mejor que ninguna otra persona que yo hubiera conocido. Ella sabía cómo guiarme para que mi fe en el Señor aumentara, y así pudiera prepararme para recibir mi sanidad.
Mientras yo estuve
en el hospital, me tenían un especialista para cada parte de mi cuerpo, pero
ninguno podía hacer nada por mí. La hora más oscura de mi vida sucedió el día
que me llevaban en una camilla de ruedas por el pasillo del hospital. El doctor
se acercó a nosotros, se detuvo, y le preguntó a papá, “¿Cuánto sabe la niña
tocante a su enfermedad?” Papá le dijo que yo sabía todo lo que ellos sabían,
porque ellos nunca me habían ocultado la verdad. El doctor dijo, “¿Entonces,
está bien si hablo francamente frente a ella?” Papá le dijo que sí. El doctor
me miró deliberadamente y dijo, “Betty, aquí tengo las radiografías de tu espina
dorsal. Cada vértebra está fuera de su lugar; los huesos están torcidos y
fundidos unos con otros; y además de eso, necesitas un riñón nuevo. Mientras
tengas ese riñón enfermo siempre tendrás dolor.”
Mi papá dijo, “¡No!
Yo voy a hacer todo lo esté a mi alcance para que ella sane, pero no quiero que
el cuchillo toque a mi hija.”
Yo nunca he sufrido
una intervención quirúrgica, con excepción de la que Jesús hizo en mí; y Él
nunca deja cicatrices. ¡Qué hermosísimo es cuando Dios hace algo por nosotros!
Siempre lo hace perfecto y nunca deja malos efectos.
“Señor Baxter,” le
dijo el doctor a mi papá, “nunca vamos a lograr desatar la masa de huesos
torcidos en el cuerpo de Betty. Yo le sugiero que no la lleve a ningún otro
hospital. Tampoco gaste más dinero en especialistas. Llévela a la casa, y
trate de mantenerla los más feliz que pueda.”
Para aquel entonces
yo tenía once años de edad, y en realidad no comprendí que el doctor me había
dado de alta para que fuera a morir en mi casa. Pero sí recuerdo que yo miré al
doctor y le dije, “Sí, doctor, me voy a casa, pero algún día Dios sanará mi
cuerpo. Voy a quedar fuerte y completamente bien.” Pude decir eso porque yo
estaba empapada de fe. Mi mamá me había leído la Palabra de Dios, y ella me
hablaba tanto de Jesús, que mi fe en Él me hacía sentir fortalecida. De los
pasajes bíblicos favoritos de mi mamá, uno es el que dice, “… al que cree todo
le es posible.” Otro pasaje es el que dice, “… pero para Dios todo es posible.”
Yo no lograba
entender completamente mi situación. Yo tenía muchas preguntas tocante a mi
condición física. No entendía por qué tenía que vivir así, con aquella
enfermedad. Mi mamá me había dicho que los pastores siempre caminaban cerca a
Dios. Me dijo que mi pastor podía contestar mis preguntas.
Llamé a mi pastor, y
le recordé lo que él había dicho el día de mi conversión. Le recordé que él
había dicho que Jesús tenía poder para sanar nuestros cuerpos afligidos. Yo
hice la observación, que si Jesús sanaba en tiempos pasados, y si Él era el
mismo ayer, como lo es hoy, que entonces Él me podía sanar a mí también, si yo
se lo pedía con suma devoción.
Pero el pastor me
miró tristemente, y con lágrimas en sus ojos me dijo que la época de los
milagros había pasado. Me dijo que Jesús no sanaba en el día de hoy como la
hacía en tiempos pasados.
Pero mi mamá siempre
tuvo una fe extraordinaria. Mamá me dijo que ella había encontrado a alguien
que me podía sanar. Creí que mamá había encontrado por fin un especialista
nuevo. Le pregunté, “¿Quién es mami; cómo se llama?” Ella me dijo, “Su nombre
es Jesús.” Yo le dije, “Pero mami, el pastor dijo que Jesús no sana hoy como lo
hacía en el pasado.” Mamá me dijo que no importaba lo que los hombres dijeran.
“Lo importante,” dijo ella, “es lo que dice la Palabra de Dios. Y la Palabra
dice que Jesús te puede sanar.” Mi mamá continuó deciéndome que desde el día
que el doctor dijo que yo iba a morir, ella había empezado a escudriñar la
Biblia como nunca antes. Me dijo, “En la Palabra de Dios descubrí que Jesús es
el mismo hoy, ayer, y por todos los siglos. Eso quiere decir que Él sana en el
día de hoy también.”
Amigos, la fe es
algo contagioso, ¿no creen ustedes? Yo quedé totalmente contagiada con la
inquebrantable fe de mi madre.
Me llevaron a mi
casa, donde el doctor había dicho que pronto yo iba a morir. Al llegar a casa,
mi situación empeoró. El dolor que sentía antes, era nada comparado con el
dolor que sentía ahora. Frecuentemente me quedaba ciega por semanas completas.
A veces quedaba sorda. Otras veces quedaba muda. La lengua se me hinchaba, y
luego quedaba paralizada.
Al pasar el tiempo,
la ceguera, la sordera y la parálisis se desvanecían. Era como vivir la vida
bajo cadena perpetua y prisionera de las enfermedades. Me sentía como si algún
poder maligno me estuviera atrapada en una prisión para destruirme. Pero cada
día que pasaba, mi madre oraba conmigo y me decía que Dios era suficientemente
poderoso para sanar mi cuerpo.
He perdido cuenta de los numerosos días en que sólo veía a mi papá, mamá o al doctor. Pero mientras vivía en esos días de condena solitaria, comprendí algo muy importante. Comprendí que aunque los doctores podían aislarme de mi familia y amistades, ellos no podían aislarme de Jesús porque Él había prometido, “No te desampararé, ni te dejaré.” Y fue precisamente durante esos años de tristeza y soledad, cuando llegué a establecer con el Rey de Reyes y Señor de Señores una relación íntima y personal.
Muchas personas me preguntan, “Betty, ¿Por qué crees que Dios no te sanó cuando eras pequeñita y estabas tan llena de fe?” ¡No lo sé! “Vuestros caminos no son mis caminos,” ha dicho el Señor. Sus caminos siempre son mejores que los nuestros. De lo que sí estoy segura es que durante todos esos años de dolor y desesperación, Jesús compartió muchos momentos gratos conmigo. Él sabe llegar al valle donde tú y yo vivimos. Y no sólo eso, sino que también Él es el Lirio del Valle, y allí le encontrarás si verdaderamente le buscas. Aún cuando te encuentres en medio de las tinieblas, allí podrás ver a Jesús.
Mi mamá me bañaba
todos los días temprano en la mañana. Entonces ella me acostaba en la cama y
reposaba mi cuerpo sobre un lado. Después me dejaba en el cuarto, y entonces
ella comenzaba los quehaceres del hogar. Después de un rato ella volvía y me
recostaba sobre el lado opuesto. Así tenía que permanecer hasta que mamá volvía
a cambiarme de posición otra vez. A veces yo escuchaba unas leves pisadas en mi
cuarto y pensaba que era mi mamá. Pero entonces escuchaba una dulce voz que
llegué a reconocer muy bien. No era la voz de papi, no era la voz de mami, no
era la voz del doctor. Era la voz de Jesús quien me hablaba.
La primera vez que
sucedió esto, Él me llamó por mi nombre tres veces y muy dulcemente. “¡Betty!”
“¡Betty!” “¡Betty!” Me llamó tres veces, y entonces yo respondí, “¡Sí, Señor!
Quédate aquí un ratito y habla conmigo, porque me siento muy sola.”
Preguntarán ustedes
si Él se quedaba y hablaba conmigo. ¡Sí, lo hacía! Durante la visita, Él me
platicaba sobre muchos temas. Pero hay algo que nunca olvidaré; y creo que Él
siempre me recordaba esto porque sabía lo mucho que me alegraba. Para mí, lo
más dulce que había era escuchar la voz de Jesús cuando me decía, “¡Betty, yo te
amo!”
Jesús veía mi
condición tan desesperada; veía mi cuerpo lisiado y deformado, y Él se
identificaba conmigo. Recuerdo estar tan torcida y jorobada, que cuando mi papá
me ponía de pie en el piso del cuarto, mi hermanito de cuatro años de edad
quedaba a mi misma altura.
Sobre mi espalda me
habían crecido unos horribles nudos, comenzando desde la base del cuello y a lo
largo de mi espina dorsal. Mis brazos estaban paralizados desde los hombros
hasta la muñeca de cada mano. El único movimiento que tenía era en los dedos.
Mi cabeza estaba torcida hacia un lado y doblada hacia mi pecho. Tenía que
tomar agua por un tubo especial porque yo no podía levantar la cabeza. No
obstante, aún en aquella condición tan lastimosa en la que me encontraba, Jesús
me decía dulcemente que Él me amaba.
Yo le decía, “Jesús,
quiero que me ayudes a ser paciente porque yo sé que puedo soportar cualquier
cosa si Tú me sigues amando.” Muchas veces Él me dijo, “Recuerda esto, mi
hijita, yo nunca te dejaré ni te desampararé.”
Ustedes que me
escuchan, quiero que sepan que yo estoy plenamente segura que Jesús me amaba en
aquella condición tan lastimosa en la que yo me encontraba, tanto como me ama
en el día de hoy cuando me encuentro fuerte, restaurada, y trabajando para Él.
Recuerdo bien que en
una de las ocasiones en que Jesús me visitó yo le dije, “Jesús, ¿te enteraste
que los doctores ya no me quieren dar morfina para el dolor? Me pregunto si Tú
sabrás el dolor que siento en mi espina, y especialmente en esas áreas donde
tengo esos nudos.” Y Jesús me dijo, “¡Cómo no lo voy saber! ¿No recuerdas? Un
día me tomaron y me colgaron entre el cielo y la tierra. Tomé sobre mi cuerpo
el dolor y la enfermedad de todo el mundo.”
Los años venían y
pasaban. Yo había perdido toda esperanza en que los doctores me fueran a sanar.
Recuerdo que mi papá entró a mi cuarto un día, y tiernamente levantó mi cuerpo
torcido y paralítico en sus brazos, y se sentó a la orilla de su cama conmigo.
Allí, con una mirada dulce y amorosa, y con lágrimas gigantes corriendo a
torrentes sobre su cara rugosa, tristemente me dijo, “Amor mío, tú no comprendes,
tú no sabes, tú no tienes la menor idea de lo que es el dinero. Pero yo he
consumido todo el dinero que tenía, y aún más del que tenía, tratando de que tú
recibieras la salud. Betty, papi ha hecho por ti todo lo que ha podido, pero ya
no queda ninguna esperanza.”
Papá entonces tomó
su pañuelo y enjugó sus mejillas. Luego me dijo, “No creo que Jesús te va a
dejar sufrir más. Él te va a llevar a ese lugar llamado el cielo. Cuando tú
llegues, quédate bien cerquita del portal y mira bien a los que van entrando.
Un día de estos tú verás a tu papito entrar por ese mismo portal. Ya tu tiempo
se avecina. Los doctores dicen que no tardará mucho.”
No sé por qué papá estaba tan seguro que yo iba a morir. Por mi parte, quiero decirle a ustedes que aunque yo había perdido la esperanza en los doctores, nunca la perdí en Dios.
Yo no era otra cosa
que un esqueleto con carne. Llegó un día, en que el dolor era tan insoportable,
que me desmayé. Mis uñas se pusieron negras, mis labios se pusieron azul, y
apenas podía respirar. Tres horas después, mi mamá notó que mi respiración era
muy leve y apenas me podía encontrar el pulso. Inmediatamente mamá llamó al
doctor.
El doctor llegó, me
examinó y dijo, “¡El fin ha llegado. Jamás logrará recobrar el conocimiento!”
Yo estuve inconsciente por cuatro días y cuatro noches. Entonces llamaron a mis
familiares para que me velaran.
En la mañana del quinto día yo abrí los ojos. Mi mamá se acercó a mi cama y puso su mano sobre mi frente, que ahora ardía debido a la fiebre. Me sentía como si todas mis entrañas estuvieran ardiendo en fuego. Tenía un dolor insoportable sobre mi espina dorsal. Sentía como si me estuvieran apuñalando con un cuchillo muy agudo. Mi mamá me sacudió un poco y me dijo, “Betty, soy yo, mami, ¿no me reconoces?” Yo no podía hablar; y el dolor era insoportable. A pesar de todo eso, logré sonreirme un poquito con ella. Cuando mamá lo notó, inmediatamente elevó sus brazos hacia el cielo, y allí mismo comenzó a bendecir a Dios porque Él había contestado su oración y me había devuelto el conocimiento.
Mientras yo veía a
mi madre alabando a Dios, yo me preguntaba a mí misma, “¿Qué será mejor para mí,
quedarme aquí en casa con mamá y papá, o partir hacia ese lugar eterno del cual
mamá me habla tanto, donde no existe el dolor?”
Recuerdo muy bien
que mi mamá me decía, “Betty, en el cielo no hay paralíticos. En el cielo
todos pueden caminar. Allí no existe la enfermedad ni la muerte. Dios tiene un
gran pañuelo con el cual enjuga toda lágrima de toda persona para siempre.” Yo
nunca me cansaba de pedirle a mamá que me contara la bella historia de aquel
lugar llamado el cielo.
Ese día, sin embargo, yo oré la oración que posiblemente muchas otras personas han orado. Dije, “Jesús, yo sé que Tú me has salvado, y sé que algún día iré a morar contigo en la gloria. Señor, a través de todos estos años te he pedido por mi sanidad, pero me ha sido negada. Señor, ya no puedo soportar más todo esto. Por favor, llévame contigo a morar en ese lugar que Tú llamas el cielo.
Mientras oraba, una espesa tiniebla me sobrevino. Un tremendo frío comenzaba a invadir mi cuerpo. Pasó un instante más, y sentí mi cuerpo completamente rodeado por aquel frío tan intenso. A la misma vez me encontré totalmente envuelta por una oscuridad absoluta. Desde que yo era niña le había temido mucho a la oscuridad, y así fue que empecé a llorar y a decir, “¿Dónde está mi papá?” “¡Quiero a mi papá!
Pero amigos míos,
llegará un tiempo en tu vida cuando no podrás tener a tu papá contigo. Tu mamá
no podrá estar contigo. Puede que tus padres se encuentren a tu lado cuando te
llegue el momento de exhalar tu último suspiro sobre esta tierra, pero
únicamente Jesús podrá estar contigo en la muerte.
Mientras aquella
tiniebla me rodeaba totalmente, pude ver un valle muy largo, angosto y oscuro.
Cuando me vi en aquel valle, comencé a llorar. Yo decía, “¿Dónde estoy?” Yo
decía, “¿Qué lugar es este?” Y a través de la distancia reconocí la voz de mi
madre diciendo dulcemente, “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré
mal alguno porque Tú estarás conmigo.”
Recuerdo haber
pensado entre sí, “Este tiene que ser el valle de la muerte, y como yo le pedí a
Jesús que me llevara al cielo, ahora tengo que cruzar por este valle.” Así fue
que comencé a caminar por aquella terrible oscuridad.
Mis amigos, la verdad del caso es que toda persona algún día va a morir. Cada persona tiene que pasar por el valle de la muerte. Pero tengo la certeza que si tú no tienes a Jesús en tu vida, vas a caminar ese valle de la muerte en plena soledad.
Apenas había entrado al valle, cuando el lugar resplandeció con la brillantez del día. Sentí cuando algo firme y fuerte sostuvo mi mano. No fue menester mirar. Comprendí que era la mano traspasada del Hijo de Dios. Era el mismo Jesús que había salvado mi alma. Él me tomó de la mano y me sujetó firmemente, y así ambos cruzamos el valle. Ahora yo no sentía temor. Me sentía contenta porque sabía que Él me llevaría a morar al cielo. Mi mamá me había dicho tantas veces que en el cielo yo iba a tener un cuerpo completamente nuevo; me dijo que sería bien derechito, en vez de tullido, torcido y paralítico. ¡Yo anticipaba ese momento!
En la distancia, yo
escuchaba una música muy dulce. Era muy hermosa. Era un canto que jamás yo
había escuchado. Caminamos apresuradamente, y llegamos a un río muy ancho que
nos separaba de aquella tierra tan hermosa. Podía ver que al otro lado del río
había un césped muy verdoso. Habían flores muy bonitas y de muchos colores, y
nunca morían. Yo vi el Río de la Vida que cruzaba la Ciudad de Dios. En la
orilla del río había un grupo de personas de las que habían sido redimidas por
la Sangre del Cordero, y cantaban, “Hosanna al Rey.” Yo seguía contemplando, y
notaba que nadie tenía nudos en la espalda. Yo también notaba la ausencia del
dolor sobre aquellos rostros.
Dije entre sí, “En
sólo unos pocos minutos yo estaré allí con ellos, y me uniré a ese grupo
celestial. En cuanto mi pie toque aquel lugar, mi cuerpo se va a enderezar, y
quedaré sana y robusta.” Yo estaba muy ansiosa por cruzar y llegar al otro
lado. Sabía que Jesús iba a cruzar conmigo.
Pero en aquel
preciso momento escuché la voz de Jesús, y me paré en atención como lo hago
siempre que Él me habla. Entonces, con su voz dulce y cariñosa Él me dijo,
“¡No, Betty, no podrás cruzar ahora porque no ha llegado tu tiempo! Debes
regresar y cumplir la misión que yo te encargué a la edad de nueve años.
Regresa, porque tu sanidad llegará en el otoño.”
Debo admitir, que
cuando escuché esas palabras de labios de Jesús, me sentí un poco desilusionada
y triste. Con lágrimas corriendo sobre mis mejillas recuerdo haber dicho en voz
alta, “Ahora que estoy tan cerca de la sanidad y la felicidad, ¿por qué me la
niega Jesús? He vivido con dolor todos los días de mi vida. Ahora que me
encuentro tan cerquita del cielo, ¿por qué no puedo entrar?”
Inmediatamente
después de haber dicho eso, sentí convicción y dije, “¡Qué estoy diciendo!” Di
una vuelta, y quedé ante Jesús. Le dije, “¡Señor, perdón! Tu camino es mejor
que mi camino. ¡Yo regreso!”
Poco a poco fui
recobrando el conocimiento. El doctor dijo que yo no iba a durar el verano.
Pasaban semanas completas en las que no podía hablar. Los nudos crecieron aún
más. Yo escuchaba a mi mamá decirle a papá, “Mira esto; los nudos siguen
endureciendo y siguen creciendo. ¡Qué mucho debe sufrir!”
¡Claro que sufría! Pero no podía decirles cuánto sufría porque no podía hablar. Yo sé lo que es sentir un dolor tan horrible que me tenía que morder los labios para no gritar; además, era la única forma de dejar que mi mamá durmiera un rato.
Llegó el verano.
Todos en la Provincia de Martin, en el Estado de Minnesota, sabían que la niña
Baxter se estaba muriendo. Tanto justos como pecadores venían a casa para darme
un último vistazo; era como para ofrecerme su último adiós. La mayor parte del
tiempo me encontraban inconsciente. Las veces que me encontraban consciente, me
daban una leve palmadita en el hombro, me decían alguna palabra de aliento, y
salían enseguida.
Pero aún así, a
través de aquellos momentos cuando me encontraba inconsciente, nunca perdí la
esperanza. Yo no podía hablar, pero en mi corazón decía, “Señor, en cuanto
llegue el otoño Tú me vas a sanar, ¿verdad, Jesús?” Nunca lo dudé, porque Jesús
nunca quebranta sus promesas. Jesús es un hombre de palabra. Yo seguí
confiando. ¡Él me iba a sanar en el otoño!
Durante ese verano, recobré la voz en el mes de Agosto. Hacían semanas que no hablaba. Inesperadamente, mamá me escuchó cuando le pregunté, “¿Qué día es hoy?” Y ella sorprendida, alegremente me contestó, “¡Es el catorce de Agosto!”
Mi papá llegó a casa
al mediodía. Yo le dije, “Papi, ¿dónde está la silla grande? Por favor,
acomoda las almohadas y llévame a sentar en la silla.” De la única manera que
me podían sentar en la silla era con mi cabeza reclinada sobre mis rodillas, y
con ambos brazos colgando hacia los lados. Yo dije, “Papi, cuando salgas del
cuarto, cierra la puerta. Dile a mami que tampoco entre por un buen rato.
Quiero estar sola.”
Oí a mi papá
sollozar cuando salió del cuarto. Él no preguntó por qué yo quería estar sola.
Mis padres sabían muy bien lo mucho que yo odiaba quedarme sola. Pero creo que
papá comprendió que yo tenía una cita con el Rey.
Escucha esto, amigo
mío; quiero que sepas que tú también puedes tener una audiencia personal con
Jesús en cualquier momento que desees hablar con Él. A cualquier hora del día o
la noche, Él estará listo para hablar contigo.
Oí cuando mi papá cerró la puerta. Una vez quedé sola en el cuarto, comencé a llorar amargamente. Yo en realidad no sabía cómo debía orar. Lo único que yo sabía hacer era simplemente hablar con Jesús, y con eso bastaba. Así fue que yo dije, “Señor, ¿recuerdas cuando en meses pasados yo estuve a punto de entrar al cielo pero tú no me dejaste? Jesús, Tú me prometiste que si yo regresaba a casa, Tú me ibas a sanar en el otoño. Esta mañana yo le pregunté a mami qué día era, y ella me dijo que era el catorce de Agosto. Jesús, yo no creo que Tú consideres esta temporada otoño, porque todavía hace mucho calor. Pero, Señor, ¿sería pedirte demasiado, que por este año nada más, llames a esta temporada otoño y me vengas a sanar?”
Ecuchen ustedes, El
Señor es tan compasivo y bondadoso, que Él puede cambiar el tiempo, Él puede
cambiar la hora; Él puede llegar a ti y reducir el tiempo de tu aflicción,
porque Él verdaderamente te ama.
Me quedé muy atenta
para escuchar su respuesta a mi petición. ¡El cielo guardó silencio! Pero no
me di por vencida. Yo oro muy diferente a otras personas. Cuando no escucho la
voz de Jesús, oro otra vez hasta que Él me contesta. Yo seguía esperando, y
como no escuché Su voz, me eché a llorar de nuevo.
Fue entonces que
decidí hacer un trato con el Señor. Quería hacer algún tipo de sacrificio por
Él. Pero, ¿qué podía yo darle a Jesús? ¡No tenía nada! En mi ignorancia pensé
en juguetes. Yo dije, “Jesús, si tuviera juguetes te los ofrecería todos. Pero
yo no tenía juguetes de ninguna clase. Aún si los hubiera tenido, yo no podía
jugar con ellos. Pensé entonces en zapatos. Yo siempre había deseado tener un
par de zapatos nuevos. Papá decía que no había dinero para comprar zapatos
nuevos. Pero aún si él hubiera tenido el dinero, ¿qué iba yo a hacer con
zapatos? Entonces pensé en la cosa que yo más ansiaba en mi vida. Siempre soñé
con tener un vestidito propio. Como yo era paralítica, y como estaba tan
jorobada y torcida, no podía ponerme vestidos. Debido a mi condición física, lo
único que mi mamá podía usar para cubrirme eran diferentes paños. Yo dije,
“Jesús, si yo tuviera un vestido, yo te lo daría.” Pero tampoco tenía un
vestido que pudiera ofrecerle. No tenía absolutamente nada que pudiera darle a
Jesús.
Entonces recordé
algo que yo tenía. Era algo que sí era mío. Tenía algo que sí podía darle a
Jesús, y aunque no era mucho, era todo lo que tenía. Lo único que podía
ofrecerle a Jesús era mi cuerpo lisiado, paralítico y torcido. ¡Era todo lo que
tenía! Si Él podía econtrar algún uso para aquello, yo se lo daría.
Seguía llorando
porque no escuchaba su voz. Entonces le dije, “Señor, quiero añadir algo más.
Esto es lo que haré; escúchame, Jesús. Voy a proponerte algo. Jesús, si Tú
sanas mi cuerpo, tanto lo interno como lo externo, yo iré a predicar todas las
noches hasta que cumpla noventa años, si así Tú lo deseas.”
Yo sé que Dios comprendía mi sinceridad. Pero le dije aún más. Le dije, “Señor, si me sanas totalmente, a tal grado que yo pueda caminar y pueda usar mis brazos, y me sienta robusta y normal, yo te entregaré toda mi vida. Mi vida ya no pertenecerá a Betty Baxter, sino que será tuya, y tuya totalmente.”
Me quedé esperando atentamente a ver si Jesús me contestaba. Esta vez Él me premió. Escuché la voz de Jesús clara y audible cuando me dijo estas palabras, “Yo te voy a sanar completamente el Domingo, día veinticuatro de Agosto, a las tres de la tarde.”
Una fuerte ráfaga de
esperanza y emoción conmovió mi cuerpo y mi alma. ¡Dios me dijo el día y la
hora exacta! Él todo lo sabe. ¿No es así?
Lo primero que pasó
por mi mente fue lo contenta que se iba a sentir mi mamá cuando yo le diera la
noticia. “¡Qué contenta se sentirá mami cuando yo le diga que sé el día y la
hora!”
Pero entonces
escuché a Jesús cuando me dijo, “No se lo digas a nadie hasta que llegue mi día.”
Y pensé, “¡Yo nunca le he callado nada a mi madre! ¿Cómo podré mantener esto en
secreto?”
Yo siempre había
procurado comportarme con sumo cuidado delante de mi Jesús porque temía
ofenderle. Y ahora me encontraba muy temerosa, porque aunque yo sabía el día y
la hora en que iba a ser sanada, no lo podía compartir con nadie.
Pero quiero que
sepan, que cuando yo escuché aquellas palabras de labios de Jesús, me sentí como
una nueva persona. Ahora no me importaba aquel terrible dolor que sentía en mi
cuerpo. Ahora no me importaba aquel palpitar tan violento que sentía en mi
corazón ensanchado. Sólo pensaba en que el día veinticuatro de Agosto iba a
llegar muy pronto, y que entonces el dolor iba a desaparecer.
Escuché cuando
alguien abrió la puerta de mi cuarto. Era mi mamá. Ella se arrodilló sobre la
alfombra, de frente a mí, y me miró intensamente. Yo ansiaba poder compartir
con ella la grata noticia que Jesús me había dado. Guardar aquel secreto fue la
cosa más difícil de mi vida, porque nosotras siempre compartíamos todo. Cerré
mis labios fuertemente para no tener que abrir la boca.
Miré a mi mamá, y me
dije entre si, “¡Algo extraño le ha sucedido a mami!” Noté que lucía muy bonita
y se veía bien joven. Entonces pensé que tenía que ser mi imaginación;
posiblemente era debido a la emoción que yo sentía sabiendo que mi sanidad
llegaría ese Domingo.
Pero seguí mirando a mi madre, y quedé totalmente convencida que algo maravilloso le había sucedido a mamá. No recuerdo haber visto sus ojos tan brillantes y tiernos. Ella se me acercó un poco más, y moviendo hacia un lado las hebras de cabello que yacían sobre mis ojos, me dijo, “Mi amor, ¿sabes cuándo el Señor te va a sanar?”
¡Por supuesto que lo
sabía! En todos los años que yo estuve enferma, mi mamá nunca me había hecho
esa pregunta; y ahora que no se lo podía decir a nadie, a ella le dio con
preguntarme. Por otro lado, en realidad yo no podía decir que no sabía. Como
no quería mentir, simplemente dije, “¿Cuándo, mami?”
Con una radiante
sonrisa en sus labios ella me dijo, “¡El Domingo, veinticuatro de Agosto, a las
tres de la tarde!” Inmediatamente yo le dije, “Mami, ¿cómo tú supiste eso? ¿Acaso
te lo dije sin darme cuenta?” Y ella me contestó, “No; pero el mismo Dios que
te habla a ti, también me habla a mí.”
Cuando mi mamá me dijo eso, yo estuve doblemente segura que Dios me iba a sanar el veinticuatro de Agosto. Le pregunté a mi mamá, “¿Crees que ya mi cuerpo se está enderezando?” Le seguí preguntando, “¿Desaparecieron los nudos de mi espalda?” Mami me dijo, “No, Betty, tu cuerpo se está torciendo aún más que antes, y esos nudos se siguen agrandando.” Yo dije, “¿Mami, aún así, tú crees que Dios me va a sanar el veinticuatro de Agosto?” Ella me contestó, “¡Seguro que sí! Todo es posible para aquel que cree.”
Le dije a mi mamá,
“Mami, escúchame. Desde que yo era pequeñita, no sé lo que es estrenar un
vestido, o un par de zapatos. Lo único que tengo a mi nombre son esos trapitos
que tú tienes que usar para cubrirme. Mami, cuando Jesús me sane el Domingo por
la tarde, yo quiero ir a la iglesia esa misma noche. Yo sé que los almacenes en
la ciudad no abren los Domingos. Pero, mami, si tú de veras confías en que
Jesús me va a sanar, ¿por qué no vas a la ciudad de Fairmont, esta misma tarde,
y me compras un vestido nuevo? ¿Lo harás, mami?”
Mi madre siempre
respalda su fe con los hechos. Mi mamá me respondió, “¡Lo hago sí! Voy ahora
mismo. Te voy a comprar la ropa para que la tengas lista ese Domingo.”
Cuando ella salía en el auto, mi papá le preguntó, “¿Para dónde vas?” Mi mamá le respondió, “Voy a la ciudad.” “¿Para qué?” dijo papá. Mamá le dijo, “Pues voy a comprar un vestido y unos zapatos para Betty. ¡El Señor le dio Palabra!”
Papá le dijo, “Tú
bien sabes que no hay necesidad de comprar el vestido ahora. Es mejor esperar
hasta que llegue el momento de su partida. No debemos pensar en eso ahora. El
triste momento ha de llegar.”
Mamá le dijo, “¡No
me entiendes! El Señor le dio Palabra que la va a sanar el Domingo,
veinticuatro de Agosto, a las tres de la tarde. El Señor a mí también me lo
confirmó. ¡Así es que le voy a buscar la ropa ahora mismo!”
Mi mamá llegó a casa
con la ropa y enseguida me la mostró. El vestido era azul y de tela barata,
pero era lo más hermoso que yo jamás hubiera visto. Los zapatos eran de charol
engomado, pero muy bonitos.
Hoy día, aún yo
conservo aquel vestido en casa de mi madre; lo guardo en un viejo baúl de madera.
Después de mi sanidad, lo usé para predicar el Evangelio dondequiera que me
invitaban. Tanto así, que le gasté un hueco en uno de los lados donde siempre
rozaba contra los púlpitos.
Le dije a mamá, “¿No
crees que me veré bien elegante cuando mi cuerpo se enderece, y así me pueda
poner el vestido y los zapatos?”
Cuando los vecinos
venían a casa, yo le decía a mamá, “Ten la bondad de traerme mi vestido y los
zapatos, se los quiero mostrar.” Ellos me miraban a mí primero muy curiosamente,
luego miraban el vestido, después miraban los zapatos, y finalmente miraban a
mamá. Yo entendía que ellos pensaban que yo era una niña muy extraña. Pero no
importaba, porque yo sabía exactamente lo que iba a suceder el veinticuatro de
Agosto.
Hay muchas personas que se pasan esperando ver un milagro y dicen, “¡Si yo llegara a ver un milagro de magnitud extraordinaria, entonces sí creería!” Pero quiero decirles que si usted no cree en el milagro antes del milagro ocurrir, lo más probable es que luego que ocurra, usted encuentre una que otra excusa para dudar que ocurrió.
Le dije a uno de mis
vecinos, quien no era Cristiano, que si quería verme derechita y recta, que
estuviera en mi casa el Domingo a las tres de la tarde porque Jesús venía a
sanarme. Me miró seriamente y me dijo, “Mira, déjame decirte esto, si ese día
milagroso llegara; si ese día llega, en el cual yo te vea a ti recta y derecha,
no digo yo me convierto en Cristiano, sino que también me uno a tu Iglesia.” ¡Ese
hombre, hasta el día de hoy, todavía es un inconverso!
Llegó el Sábado,
veintitrés de Agosto. Mi mamá acostumbraba a dormir en una camita en mi cuarto
para estar más cerca de mí. Esa noche, ya mi mamá me había puesto a dormir. Al
rato yo desperté repentinamente. La luz de la luna entraba por la ventana y se
dejaba reflejar sobre el pie de mi cama. Me pareció escuchar a una persona
hablando en voz baja. Pensé que posiblemente era papá hablando suavemente con
mi mamá. Bajo la opaca luz de la luna, vi una especie de silueta como de una
persona agachada y con los brazos extendidos hacia el cielo. ¡Era mi mamá!
Ella estaba arrodillada hablando con Dios. Las lágrimas le corrían por sus
mejillas. En su oración le escuché decir, “Señor Jesús, yo he tratado de ser
una buena madre para Betty. He tratado de enseñarle tus caminos. Señor, yo
apenas me he apartado de ella. Ahora bien, cuando Tú la sanes, yo la dejaré ir
a cualquier sitio que Tú le lleves; sea aquí, sea a través de los mares, o sea
alrededor del mundo. Yo sé lo que Tú vas a hacer por ella mañana. No hay nadie
que pueda hacer lo que Tú vas a hacer. Ella es tuya, Jesús. ¡Mañana será su
día! Tú la pondrás en libertad, ¿verdad que sí, Jesús?”
Mamá seguía orando, pero como yo estaba físicamente agotada, volví a quedarme dormida. Ya no podía mantenerme despierta, ni siquiera para orar. ¡Pero mamá tomó mi lugar! Esa fe tan grandiosa que mi madre siempre demostró, me ha sido de aliento a lo largo de toda mi vida. Hoy día yo sigo confiando en Jesús, y sigo disfrutando la sanidad de mi cuerpo.
Llegó la madrugada
del Domingo. Mi papá llevó a mis hermanos y hermanas a la escuela bíblica. Me
contaron que mi papá, con corazón quebrantado, había pedido que oraran por mí.
Él les dijo que yo seguía empeorando, y que moriría a no ser que Dios
interviniera.
Yo le había pedido a
mi pastor que estuviera presente a las tres de la tarde de ese Domingo, pero me
dijo que tenía una cita para un pastorado en la ciudad de Chicago, y ese era el
único día que tenía disponible. Nos pidió, sin embargo, que le enviáramos un
telegrama si yo recibía mi sanidad.
Mi mamá había
invitado a unos cuantos vecinos y amistades, y les dijo, “Estén seguros de estar
en casa alrededor de las dos y treinta, porque a las tres de la tarde el Señor
llega para sanarla.”
La gente llegó a las
dos de la tarde. Algunos vinieron de pura curiosidad. Otros le dijeron a mamá,
“Señora Baxter, hemos llegado temprano porque creemos que algo milagroso va a
suceder aquí, y queremos presenciar el suceso.” Ese era el tipo de atmósfera
que nos rodeaba cuando Jesús llegó.
A las dos y cuarenta
y cinco, mi mamá se allegó a mi cama. Yo le pregunté, “¿Mami, qué hora es?”
Ella respondió, “Faltan quince minutos antes que llegue Jesús y te sane.” Yo le
dije, “Mami, llévame a sentar en la silla grande.” Mamá levantó mi cuerpo
paralítico y torcido y me sentó en la silla; luego me trajo algunas almohadas y
las colocó en ambos lados. En esa posición yo podía ver a los invitados
arodillados en el suelo alrededor de mi silla. Vi también a mi hermanito de
cuantro años que estaba de pie. Y como siempre, él quedaba a mi misma altura.
Entonces él se arrodilló frente a mí, levantó su cabezita y me dijo, “Hermanita,
en sólo un ratito tú vas a ser más alta que yo.” El también tenía la plena
seguridad en que Jesús me iba a sanar.
A las dos y
cincuenta, mamá me preguntó si yo deseaba comunicar algún mensaje a los
invitados. Yo le dije, “Mami, dile que oren. Yo quiero que cuando Jesús llegue
nos encuentre orando.”
Mi mamá también
oraba junto a ellos. Ella sollozaba ante Jesús, y ella le pedía que cumpliera
su promesa y viniera a sanar mi cuerpo. Ella decía, “Tú no eres un hombre para
que puedas mentir.”
Esta vez yo no perdí
el conocimiento, sino que quedé totalmente saturada con el Espíritu de Dios.
Entonces vi ante mí un camino y dos filas de árboles muy altos y derechos.
Mientras contemplaba esto, noté que uno de los árboles del centro empezó a
doblarse hasta que la cúpula tocaba la tierra. Yo me preguntaba por qué aquel
árbol se había doblado.
Pero entonces vi que Jesús venía caminando por aquel mismo sendero. Cuando yo lo vi entre aquellos árboles, mi corazón se regocijó tanto y tanto, como sucede cada vez que veo a Jesús. Jesús se detuvo frente al árbol doblado y lo miró por unos momentos. Yo no sabía lo que Él iba a hacer. Pero entonces Él me miró con una sonrisa en sus labios, y luego puso su mano sobre el árbol. Con un fuerte estruendo, y con un tremendo estallido, aquel árbol quedó instantáneamente tan derechito como los otros. Y yo dije entre si, “¡Esa soy yo! Cuando el Señor toque mi cuerpo, mis huesos también van a sonar así, y voy a quedar sana y derechita.”
De repente escuché
un gran ruido, así como cuando se avecina una tormenta. ¡Escuchaba cómo el
viento rugía! Yo traté de hablar fuertemente diciendo, “¡Él viene! ¿No lo
escuchan? ¡Por fin ahí viene!”
Las cortinas de la
casa se movían violentamente. Mi tío, quien era inconverso, se agarró tan
fuertemente del espaldar de una silla, que los nudillos de las manos se le
pusieron blancos.
Súbitamente el
viento, el rugir, y el ruido cesaron. ¡Todo cesó! Ahora sólo había silencio y
calma. Yo sabía que en aquel silencio Jesús llegaría. ¡Me sentía hambrienta
por verle!
De inmediato vi la forma lanuda de una gran nube blanca. Era algo que yo no esperaba. Entonces, Jesús salió de entre aquella nube. Esto no fue una visión ni fue un sueño. ¡Yo vi a Jesús! Y mientras Él se dirigía lentamente hacia mí, yo vi su bendita cara. Pero lo más que me conmovió fueron sus ojos. De donde yo estaba sentada, Jesús se veía alto y ancho de hombros. Su vestidura era blanca resplandeciente. Su cabello era castaño, partido al centro, y se deslizaba suavemente sobre sus hombros. ¡Pero jamás podré olvidar sus ojos!
Quiero que ustedes sepan, que han habido algunas ocasiones cuando se me ha pedido que vaya a ministrar en algún lugar, pero debido al agobio y la fatiga, ya que llevo una agenda completa, mi primer impulso es negarme. Pero cuando yo recuerdo y reflejo en los ojos hermosos y divinos de Jesús, ellos me invitan dulcemente a lanzarme a la labor de ganar almas para Él, y no me puedo negar.
Jesús seguía
acercándose hacia mí con sus brazos abiertos. Pude notar aquellas feas heridas
que los clavos habían dejado en sus manos. Mientras más se acercaba, más
contenta me sentía. Sin embargo, llegó el momento en que Él estaba tan cerca,
que yo comencé a sentirme muy insignificante e indigna de su presencia. Yo no
era otra cosa que una niña deforme y paralítica de la cual la gente se había
olvidado. Pero súbitamente, Él se volvió a sonreir conmigo, y desde aquel
momento en adelante no tuve ningún temor. ¡Él era mi Jesús!
Sus ojos se fijaron
en los míos. Aquellos ojos estaban repletos de hermosura y de compasión. ¡No
existen ojos como los ojos de Jesús! Mi deseo siempre es procurar vivir mi vida
lo más cerca a mi Jesús como me sea posible.
Jesús se detuvo al lado de mi silla, y vi cuando parte de su vestidura se deslizó sobre la misma. Él estaba tan cerca, que si mis brazos no hubieran estado paralizados yo hubiera podido tocar su cara. Yo tenía planeado tener una plática con Él y pedirle que me sanara. ¡No pude pronunciar ni una sóla palabra! Fijé mis ojos en los suyos tratando de hacerle sentir lo mucho que le necesitaba. Él se inclinó hacia mí, fijó su mirada en mis ojos, y me habló con una voz muy dulce. Recuerdo exactamente cada palabra que Él me dijo porque las llevo grabadas en mi corazón.
Muy dulcemente me
dijo, “Betty, tú has sido paciente, amable, y cariñosa.”
Yo, por tal de que
Jesús me siguiera hablando, no me hubiera importado sufrir quince años más.
Jesús siguió diciendo, “Te voy a prometer salud, alegría, y felicidad.”
Entonces vi cuando Él extendió su mano. ¡Yo esperaba su toque! Sentí cuando Él
guió su mano sobre los nudos de mi espalda.
Sabrán ustedes que
hay gente que me pregunta, “Betty, ¿no te cansas de contar tu historia de
sanidad divina?” Yo les respondo, “¡Jamás me cansaré! Porque cada vez que
relato mi testimonio, siento el pulso de su mano divina reposar nuevamente sobre
mí.”
Jesús entonces
reposó su mano exactamente en el centro de mi columna vertebral y sobre uno de
los nudos más grandes de mi espalda. Inmediatamente, una sensación de calor
como de fuego invadió mi cuerpo. Sentí cuando dos manos muy calientes tomaron
mi corazón y lo apretaron. Cuando las manos lo soltaron, pude respirar
normalmente por primera vez en mi vida. Aquellas manos calientes entonces
frotaron los órganos en mi estómago, y al instante comprendí que todos mis
problemas orgánicos habían desaparecido para siempre. ¡Tampoco iba a necesitar
un riñón nuevo! Ahora iba a poder digerir la comida porque Él me había sanado.
¡Aquella sensación de fuego siguió corriendo por todo mi cuerpo!
Miré a Jesús a ver
si me iba a dejar con la sanidad interna solamente. ¡Jesús se sonrió! Entonces
sentí cuando sus manos descansaron sobre los nudos de mi espalda. Sentí cuando
Él presionó en el centro de mi columna vertebral, y entonces sentí una especie
de calambre muy intenso en esa área. Era como cuando uno toca un cable
eléctrico.
Los nudos empezaron a emitir una serie de estallidos. ¡Uno tras uno, todos desaparecieron! Levanté un brazo hacia el cielo, luego levanté el otro, y en un instante quedé en pie y tan derechita como ustedes me ven hoy. ¡Fui sanada internamente y externamente! ¡En sólo diez segundos Jesús me sanó totalmente! Él hizo por mí, en unos segundos, lo que los doctores de la Tierra no pudieron hacer a través de mi vida. ¡El Médico por excelencia me sanó totalmente, y lo hizo todo a perfección!
La gente me pregunta
cómo me sentí cuando pude abandonar aquella silla. Yo les digo que es algo que
no se puede explicar, a no ser que usted haya nacido irremediablemente
paralítica. Nadie lo puede comprender, a no ser que usted haya vivido una vida
sin esperanza en una silla de ruedas.
Corrí hacia mi mamá
y le dije, “Mami, tócame y dime, ¿desaparecieron los nudos?” Ella tocó mi
espalda de un extremo al otro y me dijo, “¡Sí, todos desaparecieron! ¡Yo
también los oí cuando estallaron y salieron! ¡Tú has sido sanada! ¡Tú has sido
sanada! ¡Alaba al Señor por eso!”
Yo di una vuelta y
contemplé aquella silla grande que ahora estaba vacía. ¡No pude contener las
lágrimas! Todo mi cuerpo ahora se sentía muy liviano debido a la ausencia del
dolor que me había agobiado toda la vida. Además de eso, me sentía muy alta,
porque antes de mi sanidad mi cuerpo estaba doblado y tenía mi cabeza siempre
inclinada hacia el pecho. Ahora estaba sin aquellos nudos en la espalda, y
ahora tenía la columna vertebral completamente derecha.
Cuando levanté los brazos me pellizqué uno de ellos. ¡Sentí el tacto! ¡Ya no estaban paralizados!
Miré hacia un lado
de la sala, y allí vi a mi hermanito frente a la silla. Lágrimas muy grandes
rodaban por sus mejillas. Me miró alegremente y gritó a gran voz, “¡Yo vi a mi
hermana saltar de la silla! ¡Yo vi a Jesús sanar a mi hermana!” El quedó
totalmente estupefacto.
Entonces, yo tomé
aquella silla grande y la levanté sobre mi cabeza y dije, “¡Miren lo que ha
hecho el Dios a quien yo sirvo!”
Detrás de donde se
encontraba mi hermanito, estaba Jesús. Él me miró de pie a cabeza. ¡Yo me
encontraba derechita y normal! Me miró intensamente y comenzó a platicar
dulcemente conmigo. Me dijo, “Betty, yo te he dado la sanidad que tú tanto
anhelabas. Estás completamente restablecida porque yo te he sanado.”
Jesús se detuvo por
un momento, y me dio una extensa y última mirada. Después, con suma autoridad
en su voz, dulce y cariñosamente me dijo, “Quiero que recuerdes mirar hacia las
nubes todos los días. La próxima vez que tú me veas venir en una nube, no te
dejaré aquí, sino que te llevaré conmigo y te quedarás conmigo para siempre.”
Mis amigos, no pasa
un día que yo deje de mirar hacia el cielo con anticipación esperando esa nube.
Sin embargo, hay algo que me va a entristecer mucho tocante a esa nube. Me
entristece saber que muchos de ustedes no podrán entrar en esa nube para ir con
Jesús y conmigo al cielo. Es doloroso pensar en que muchos de ustedes quedarán
separados de Jesús por toda la eternidad.
Pero no tiene que
ser así. Tú también puedes unirte a Jesús, y a todos nosotros quienes hemos
sido salvados del pecado por Él. Lo que debes hacer es reconocer que eres
pecador, entonces debes confesar tus pecados ante Él, y debes pedirle que te
perdone. Invita a Jesús a que te salve y te ayude a vivir para Él. Jesús
cumplirá Su Palabra, y te dará la vida eterna. De esa manera, algún día tú
también podrás vivir con Jesús cuando Él llame tu nombre.
Mis amigos, ¡Él
viene pronto!
Nos agradaría saber
si usted aceptó hoy a Jesús como su Salvador personal, como resultado de este
poderoso testimonio.
Si este testimonio ha tocado su vida, comuníquese con nosotros a través de la red mundial, usando la
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